jueves, 7 de agosto de 2014

El mejor de los regalos: tiempo no apurado - Por Natalia Trenchi


Muchas veces envidio a los niños de hoy. ¡Tienen tantas cosas que me hubiera gustado tener! Y no solo me refiero a objetos (que tienen infinitamente más que cuando yo era chica) sino a privilegios. El cambio social y cultural que está teniendo lugar desde hace no tanto tiempo, hace que, por ejemplo, hoy los chiquilines tengan un vínculo mucho más cercano con su padre. Que no se malinterprete, no es que los padres de antes no nos quisieran  o fueran insensibles pero no se estilaba que tuvieran un rol activo y participativo en la crianza cotidiana. 

Lo de ahora es mucho más humanizante para todos. Salvando las distancias, otra cosa que les envidio es la comodidad. Cuando los veo ir a la escuela de jogging y championes y a los cumples de jeans, me atenaza el claro recuerdo de la incomodidad infinita de los vestidos y los zapatos de charol que nos ponían a nosotros. ¿Y el pelo? ¿Ustedes saben que cuando yo era chica no existían los desenredantes? Se me llenan los ojos de lágrimas de sólo recordar aquellos peinados tirantes que se lograban sólo después de un doloroso y prolongado tironeo. 

Los que tenemos unos cuantos años vividos y mantenemos la buena memoria,  tenemos la ventaja de poder comparar diferentes épocas. Y no siempre gana el pasado. No es verdad que “todo tiempo pasado fue mejor”, de hecho muchas cosas eran francamente peores. Lo que duele y preocupa es que además de todas las ventajas que ha traído la evolución para los niños, también ha traído otras realidades muy poco saludables que podrían ser modificadas.


Ya hace tiempo que los investigadores vienen lanzando voces de alarma por el apuro en que son criados los niños, la falta de respeto por sus tiempos y por exponerlos a una exigencia que no es saludable para la etapa en la que están. Algún pensador contemporáneo habla de “el fin de la infancia”, refiriéndose justamente a que los sometemos a exigencias que les hacen vivir de pequeños con presiones adultas.


Muchos padres y docentes bien intencionados fundamentan estas exigencias en que “están preparándolos para el futuro”. Lo que la investigación viene demostrando es que esto no es así sino todo lo contrario. Estos chiquitos que son presionados para que aprendan a leer y a hacer cuentas antes de tiempo, pagan un alto costo emocional que lo empiezan a pagar hoy pero pueden seguir pagándolo toda su vida. Hoy quizás padezcan estrés (dolores de cabeza, de barriga, malhumor, nerviosismo), puede que también terminen creyendo que nos son inteligentes si es que no logran estar a la altura de las exageradas exigencias, pero además tienen más probabilidades de ser en el futuro menos creativos, menos emprendedores y más desmotivados. ¿Y saben por qué?  Porque no hay mejor preparación para el futuro que dejarlos vivir plenamente en su momento cada etapa de la vida. Y los niños tienen una necesidad básica que no podemos seguir estafándoles: la necesidad de juego libre.

Cuando les llenamos todo el día con actividades estructuradas los estamos privando de la actividad más natural de la infancia: el juego. Todos los cachorros, incluidos los humanos, juegan como una necesidad instintiva. Cuando se les impide el juego a los animales en el laboratorio, aparecen alteraciones en su desarrollo y en su comportamiento. Y lo mismo pasa en la realidad con los niños que juegan poco. No es casualidad que a medida que se ha acortado el tiempo de juego ha aumentado la depresión, la ansiedad y otros problemas en la infancia.

El juego es el vehículo natural por el cual los niños aprenden las cosas más importantes para la vida que, por cierto, no son ni la raíz cuadrada ni el participio pasivo. Jugando a armar torres no sólo ejercitan la motricidad y la coordinación sino que también aprenden a plantearse objetivos alcanzables, a animarse a hacerlo, a frustrarse cuando no pueden y a volverlo a intentar mejorando la técnica. Jugando a las madres y padres no sólo experimentan lo que significa ese rol sino que además descargan frustraciones, elaboran conflictos, se acercan a entender a sus padres y se preparan para cuando les toque tener hijos de verdad. El juego dramático, en que se representan roles, sirve para ponerse en el lugar de otro, para pensar y sentir como otro y para experimentar situaciones y regular emociones e impulsos. Quien juega con otro aprende a compartir, a colaborar, a pensar antes de actuar, a negociar, a esperar, a trabajar hacia un objetivo. Y como si todo esto fuera poco, todo eso se acompaña de un gran placer.
 

Jugar divierte y des-estresa. Jugar enseña a no temerle al tiempo libre ni a estar solo. Jugando se estimula lo más necesario para triunfar y ser feliz en la vida: la creatividad, esa capacidad que genera la valentía de pensar con cabeza propia.

Ninguna de esas habilidades se desarrolla jugando en la compu o mirando tele. Esas actividades también enseñan y también deben tener su lugar en la vida de los niños de hoy, pero no pueden ocupar la mayor parte de su tiempo libre si lo que queremos es criar chiquilines sanos y fuertes emocionalmente.

El juego que sirve para des-estresarse y crecer emocionalmente es el juego auto-dirigido, creativo, de imaginación. Para poderlo desarrollar, los niños necesitan tiempo sin agenda marcada por otro. Horas de estar en casa, tranquilos y enfrentados a buscar qué hacer para entretenerse. Necesitan también de una familia que valore el juego y que no lo vea como una pérdida de tiempo o un recurso para que no molesten, y que los oriente y les enseñen a jugar si es necesario pero que después, los dejen libres.

Si les gusta jugar a la pelota, denles espacio y pelotas: no se apuren a mandarlos a una escuela de pelota para que lo hagan bien. Si les gusta pintar, procuren que siempre tengan hojas y colores a mano y no se apuren a ponerles un profesor. Hay una terrible tendencia a “escolarizar” el juego, a intervenirlo y contaminarlo. El placer del juego y todas sus virtudes se pierden si lo convertimos en un trabajo.

El juego es tan eficaz y económico como liberador de tensiones que no deberíamos dejar de jugar nunca, ni siquiera cuando crecemos. Los adultos más felices y plenos son los que se las arreglan para seguir jugando. Ese juego a veces adopta la forma de pintar, de hacer música, de cocinar, de correr, de hacer carpintería o escribir poesías. Seguir jugando mantiene viva esa parte de la humanidad que necesitamos para ser felices en serio.

Nunca fue tan vigente "La marcha de Osías" de María Elena Walsh (1930 -2011): “...Quiero tiempo, pero tiempo no apurado, tiempo de jugar, que es el mejor...”.  

(Extraído de: www.mujermujer.com.uy -07-08-2014)




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