Pero sentía como un vacío en el alma. No sabía definir con precisión qué era lo que me faltaba; pero sentía el vacío.
Un día tomé la decisión. Dejé los libros. Cargué mis alforjas con lo indispensable para el camino y partí.
No sabía con exactitud qué era lo que buscaba y tampoco sabía hacia dónde me dirigía. Pero me puse en camino. ¡Siempre tuve la convicción de que, caminando, se alcanza alguna meta!
Así anduve largas jornadas.
Me familiaricé con el sol y con las estrellas. Me reconcilié con la tierra, que sostenía mi andar y empolvaba mis pies de peregrino.
Y anduve otras mucha jornadas.
Mis ojos descubrieron ocasos y amaneceres. Mis pupilas contemplaron horizontes lejanos.
Seguía sintiendo en el alma un vacío, que me empujaba a caminar y me sostenía en el esfuerzo. Me aguijoneaba la necesidad de buscar y caminaba.
Y caminé muchas otras jornadas, largas y silenciosas, con sus lunas y sus soles, sus vientos y sus estrellas.
Me detuve. Bebí del agua del arroyo. Comí algunos frutos, que recogí en las laderas del cerro. Era un lugar hermoso y apacible.
Me senté, apoyando mis espaldas en el tronco de un árbol. Me dispuse a descansar.
Oí pasos. Me sobresalté frente a lo inesperado. Un anciano descendía del cerro.
Pasó a mi lado en silencio. En medio de su rostro, circundado por barbas muy crecidas y larga cabellera, vi el brillo de sus dos ojos verdosos y sentí su mirada penetrante.
Se acercó al arroyo. Cargó su cántaro con agua y emprendió el regreso.
Pasó nuevamente a mi lado. Me miró profundamente. Y siguió su sendero cuesta arriba, entre árboles, piedras y arbustos.
Automáticamente me puse en pie y lo seguí a no mucha distancia.
Iba pendiente del momento en que me viera. Pero el anciano siguió su lento y pesado andar sin volver su mirada hacia atrás.
De pronto se detuvo.
Estaba ante una rocas muy grandes y altas. Una de ellas tenía una gran arcada, a través de la cual se podía ver la penumbra de una cueva.
El anciano se inclinó para no golpear su cabeza contra la roca, porque era alto de estatura. Traspuso aquella entrada y desapareció.
Yo seguí avanzando, como cauteloso, con temor de incomodarlo. Recorrí la corta distancia que me separaba de la entrada de la gruta y me senté junto a ella.
Todo era silencioso. Un silencio que dejaba oír el canto lejano del arroyo y el silbo de algún pájaro.
Miré detenidamente hacia el interior, pero la luz del sol, que ya caía detrás del horizonte, apenas alumbraba los primeros metros de aquella garganta de piedra. Enseguida estaban las sombras, la oscuridad.
Y se hizo la noche. Me acomodé para descansar y dormí profundamente.
Cuando desperté, los rayos del sol ya iluminaban suavemente el panorama.
Amanecía.
Oí pasos dentro de la gruta.
Con gran expectativa miré hacia su interior. El anciano se disponía a salir con un cántaro en la mano.
Vestía las ropas del día anterior, una larga túnica gris, y llevaba sus pies descalzos.
Pasó a mi lado. Me miró a los ojos detenida y profundamente y se dirigió hacia el arroyo. Todo sin pronunciar una sola palabra.
Confieso que mi curiosidad iba en aumento. Guardé silencio respetando el suyo y lo seguí con la mirada hasta perderlo de vista.
Decidí esperar su regreso.
Y lo recuperé al alcance de mi vista cuando lo vi ya desde cerca, subiendo la cuesta con calma.
Me llamó la atención su rostro sereno.
Y una vez más recorrió todo mi cuerpo una extraña sensación, al sentir aquella mirada en mis ojos.
-"Buenos días" - saludé.
-"Buenos días, amigo" - me respondió cálidamente.
Y prosiguió su camino para internarse en la gruta.
Pero esta vez tomé la iniciativa. Me puse de pie y en voz alta le dije: "¡Eh, buen hombre...!".
Se detuvo. Regresó unos pocos pasos. Depositó el cántaro en el suelo. Me miró detenidamente como esperándome.
Ninguno de los dos hablaba.
-"nos vimos ayer. Me vio esta mañana junto a su gruta. Y no me dice ni me pregunta nada...".
Sonrió apenas, pero afablemente.
-"No dije nada porque no sé si quieres escuchar algo. Y no pregunté nada porque no sé si quieres decirme algo".
Sus palabras me desconcertaron. Pero él, con toda naturalidad, sonrió de nuevo bondadosamente, giró sobre sus pies y se encaminó hacia el interior, llevando su cántaro con el agua.
-"¿Puedo seguirte?" -alcancé a decirle antes de que se alejara demasiado.
-"Si tú quieres...puedes" -me respondió sin volver su rostro para mirarme.
Yo seguí sus pasos.
Aquello era una tibia penumbra. Caminábamos sobre la roca y cubiertos por ella, que nos abrazaba con una amplia y prolongada bóveda.
Inesperadamente vi una claridad. El anciano, que caminaba pocos pasos más adelante que yo, tomó hacia su derecha. Y lo vi detenerse en ese recodo, extrañamente iluminado. La luz del sol se filtraba desde lo alto, a través de una grandes rajaduras de la roca.
Arrojé una rápida y curiosa mirada al lugar, y comprendí que allí vivía.
Sobre el piso, en los huecos y en las salientes de las paredes rocosas, estaban los objetos indispensables para el uso del morador.
El anciano apoyó en el piso su cántaro con el agua fresca, recientemente recogida en el arroyo. Volvió sobre sí y me miró.
-"¿Te molesta mi presencia?" - atiné a preguntarle con cierta torpeza.
-"Si tu no me molestas, no".
Y levantó su cántaro para beber mientras se sentaba sobre una de las varias piedras ahí presentes, que le servirían seguramente de asientos y de mesa.
Me senté también, mirándolo. No salía de mi asombro ante aquella extraña experiencia.
La figura de asceta de aquel hombre, recia y tierna al mismo tiempo, comenzaba a fascinarme.
Estuve largo tiempo a la espera de una palabra, pero fue en vano.
Hasta que mi ansiedad rompió la tensión que me creaba aquella situación extraña, y hablé.
-"¿Puedo saber quién eres, y qué haces aquí?".
-"Sí. Si te tomas el tiempo para verlo..."
Los silencios del anciano me intrigaban y sus respuestas me desconcertaban.
Me corrió por el cuerpo un impulso para ponerme de pie y marcharme, pero algo me detuvo. Una cierta intuición me decía que en aquél anciano podía encontrar lo que que buscaba.
-"Yo soy un peregrino" ... -continué-. "Hace tiempo que me puse en camino... buscando algo... siento como un vacío en el alma".
Me escuchó atento y permaneció callado.
No puedo negar que su actitud me causaba cierto grado de impaciencia.
Me puse de pie, caminé entre las piedras, como buscando una salida de aquel laberinto interior en el que me sentía acorralado.
En ese momento, sin explicarme por qué, recordé algo que había oído. Me habían hablado de un anciano sabio que vivía en la soledad de la montaña. ¿Sería este hombre? ¿Cómo averiguarlo?
Me senté nuevamente. Lo miré y me encontré una vez más con su mirada.
-"Mira; si no te molesta voy a confiarte algo..."
No dio respuesta, como dejando que yo continuara. Así lo hice.
-"Conocí muchas cosas en la vida. Logré muchas metas. Experimenté el éxito y el aplauso... pero hace tiempo que siento un vacío profundo, como dejado por la ausencia de algo que desconozco... me puse en camino para buscarlo... me habían dicho que en las montañas vivía en soledad un maestro sabio... pienso que tal vez...Tú...".
Sonrió más expresivamente que de costumbre, y pude ver sus dientes blancos e intactos, como los de un niño.
Se puso de pie. Tomó algo depositado en una de las tantas salientes de las rocas. Se acercó y lo puso delante de mi rostro.
Era un espejo pequeño y envejecido.
Miré en él mi rostro.
Miré al anciano, como interrogándolo sin palabras.
Dejó el espejo en su lugar. Se sentó mirándome.
-"¿Qué quieres decirme con esto?"
-"Que tal vez sea lo que buscas... muchas personas terminan el camino de su vida sin haberse encontrado a sí mismas. Acumulan muchos conocimientos, pero se desconocen a sí mismas... tienen riquezas, poder, éxitos... ¡pero no se tienen a sí mismas!... y sufren un vacío muy doloroso".
-"¡Entonces tú eres el anciano maestro de quien tenía noticias... seguramente podrás ayudarme!" -exclamé con euforia, dando por cierto lo que sospechaba.
-"En la escuela de la vida todos somos alumnos, discípulos y aprendices" -replicó-. "Yo sólo puedo acompañarte mientras tú haces tu camino; nadie puede andar el camino de otro... Yo no puedo mostrarte lo que buscas, porque te estás buscando a ti mismo y tú eres para mí un misterio insondable...".
Aquello me entusiasmó. ¡Seguramente estaba en presencia del maestro solitario, él se puso de pie, y con un gesto me invitó a seguirlo!
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