Casi todos queremos lo mejor para nuestros hijos. No sólo porque los queremos más que a nada en el mundo sino también porque creemos que ellos se lo merecen. Pero en este camino, a veces agarramos por la senda equivocada.
Muchas veces al proyectarnos e imaginarnos el futuro nos da mucho miedo que, llegado el momento, nuestro hijo o hija no cumpla con las condiciones necesarias para triunfar. Entonces les exigimos más estudio hoy, más actitud de “ganador”, más esfuerzo para transformarse de verdad en “el mejor”. Y al hacerlo, nos equivocamos. Los presionamos por amor, por miedo al fracaso y porque estamos encandilados por algunas luces sociales que nos hacen creer, equivocadamente, que si es un “ganador” desde chiquito lo será siempre; que si llega primero hoy en la carrera, seguramente gane otras en el futuro; que si tiene la mejor nota hoy en matemáticas eso lo pondrá más cerca de ser el economista más exitoso mañana.
Creer que por la acumulación de conocimientos o por la presión por el triunfo van a conseguir tener un hijo exitoso, puede resultar peligroso tanto a nivel personal como social. Y si creen que la felicidad de su hijo o hija va a depender de tener o no “éxito”, también se equivocan.
El adulto más productivo, pleno y feliz será aquel a quien se le permitió vivir cada etapa respetando sus necesidades y dándole estímulos por su avance. En ese trayecto, seguro aprendió a conocer sus recursos y le surgieron objetivos y proyectos que aprendió a ir desarrollando con esfuerzo, con errores y contramarchas. Pero también aprendió a tener amigos, a disfrutar de su compañía, a remontar cometas y pasarse una tarde entera haciendo galletas con su abuela. No preparamos mejor a un niño obligándolo a estudiar en vacaciones para que sea el mejor ni imponiéndole ritmos y exigencias adultas. Su funcionamiento será mucho mejor si respetamos sus tiempos, sus etapas, sus necesidades de juego y de tiempo libre.
Su felicidad va a depender más de que haya podido ser él mismo y generar vínculos emocionalmente significativos, que de haber alcanzado la gerencia antes de los 30 o tener un diploma precioso y una vida vacía.
Los niños criados bajo la presión del “éxito” enfrentan muchos riesgos debilitantes. Uno de ellos es el estrés que implica estar sometido a una presión excesiva por alcanzar determinados logros y que sienten que si no los alcanzan, son unos fracasados. El estrés comienza a habitarlos, consumiéndoles fuerza, energía y alegría. ¿Vale la pena una nota brillante si el precio es ese? ¿Sirve para algo?
Otro riesgo particularmente tóxico es criarlos en una filosofía competitiva. La competitividad implica la valoración del logro en relación al de otros. Es decir, “tengo éxito sólo si soy el mejor, si soy el primero, si les gano a los demás.” ¡Qué peligroso! Los niños a quienes se les enseña a valorar sólo el primer puesto, terminan en su vida transformando éxitos en fracasos, ya que interpretarán como fracaso cuando, a pesar de un buen desempeño, no son "el o la mejor".
Muchos adultos bien intencionados estimulan la competitividad de los niños con la intención de que obtengan mejores resultados. “Estás cerca de ganarle a Fulanito. ¡Esforzate un poco más y le ganarás!”, dicen muchos. Y de hecho, hay quienes consiguen mayor esfuerzo y mejores resultados con este acicate. Pero, una vez más, ¿a qué precio? ¿Cuál es el motor del aumento del esfuerzo de ese niño? A esos chicos, se les enseña a motivarse a partir de la premisa de que hay que ganar a los demás y no en la premisa de querer avanzar, aprender y superarse a sí mismos.
Lo que todo niño y niña necesita para avanzar saludablemente en lo académico, es tener experiencias de logro: enfrentar desafíos y superarlos con esfuerzo y habilidad. Ese es el combustible que tenemos que proveerles porque no necesitamos que acumule notas excelentes (tan inútiles como poco predictivas) sino que entrene su capacidad de esfuerzo, desarrolle su habilidad para enfrentar obstáculos y desafíos y que gane confianza en sí mismo.
Es muy fortalecedor que les enseñemos a autoevaluarse y a valorar su esfuerzo (más que sólo el resultado). Saber estimularse a uno mismo es lo que asegura realmente la superación personal. Esa es la competencia útil: la que se establece sanamente con uno mismo.
La competitividad no los prepara mejor para el mundo competitivo que deberán enfrentar, como muchos padres creen. Lo que mejor los prepara es aprender a dar lo mejor de sí y desarrollar confianza en sus recursos personales.
Aquellos que logran alcanzar el bienestar emocional y vivir con la sensación de competencia personal de que son buenos en lo que hacen, no son los que fueron criados con la presión del éxito por el éxito. Son quienes han podido crecer internamente, quienes se han fortalecido emocionalmente de modo de poder recorrer la vida con sabiduría y alegría. Han aprendido cuáles son sus verdaderas fuentes de logro y de placer, y ellas no dependen exclusivamente de ser el que llegue primero a la meta. Han aprendido a reconocer los obstáculos y las derrotas como señales de mejorar la estrategia, pero sin sentirse ellos como seres humanos obstaculizados y derrotados. Han aprendido a disfrutar la vida sin descuidar las responsabilidades ni encararlas descuidando los vínculos, la diversión y el descanso.
La persona verdaderamente competente no es competitiva con los otros. Se siente tan libre que no depende de terceros para evaluarse a sí mismo. Aprendió que en la vida se gana y se pierde y que la mayor de las satisfacciones surgen de saber que uno está haciendo su mejor esfuerzo para lograr ser lo mejor que pueda ser hoy a sus propios ojos.
(Extraído de: mujermujer.com.uy)
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